Nunca imaginé que lo vería de nuevo. Diez años habían pasado desde aquella tormenta de nieve en la que me salvó la vida, y desde entonces desapareció sin dejar rastro, como si nunca hubiera existido.
Pero allí estaba, sentado en la estación de metro, bajo la tenue luz, con ropa desgastada, extendiendo la mano para pedir limosna.
El hombre que una vez me salvó ahora se encontraba allí, como si estuviera en su momento de mayor necesidad.
Por un instante, me quedé inmóvil, observando.
Los recuerdos regresaron de golpe, como si pudiera revivir aquel paisaje cubierto de nieve, el frío penetrante, y sus manos fuertes, pero protectoras, guiándome a un lugar seguro.
La seguridad que me dio entonces ahora la veía reflejada en un rostro extraño.
Durante años lo busqué en mis recuerdos, intentando averiguar a dónde había ido, si seguía vivo. Y ahora, aquí estaba, frente a mí, pero ¿sería capaz de devolverle la ayuda que él me ofreció alguna vez?
Mis recuerdos de la infancia son difusos, apenas puedo evocar los rostros de mis padres, pero el amor y la sensación de protección que me brindaban siempre permanecieron en mí.
Un accidente terrible me los arrebató cuando solo tenía cinco años. Pasé días esperando su regreso, convencida de que en cualquier momento cruzarían la puerta.
Pero nunca volvieron. Desde ese momento, mi vida se convirtió en una búsqueda interminable que jamás trajo paz.
Las casas de acogida, las familias adoptivas, todo eran solo estaciones temporales, hasta que finalmente me quedé sola.
Los estudios me dieron algo de apoyo, y los libros, el conocimiento, se convirtieron en mi refugio ante el dolor diario.
El trabajo duro, la soledad y la desesperación fueron mis compañeros, pero nunca me rendí. Logré ingresar a la facultad de medicina y, con esfuerzo, me convertí en cirujana.
Construí la vida por la que luché, pero en mi corazón siempre faltó algo: el amor de mis padres, esa sensación de seguridad que me habían dado.
Pero había un recuerdo que nunca me abandonó: aquella tormenta de nieve, cuando tenía ocho años, me perdí en el bosque y un hombre desconocido me salvó la vida.
Mark. El hombre que me protegió, que dio su último dinero para comprarme un té caliente, y que desapareció sin dejar rastro. Durante años, soñé con encontrarlo, pero no sabía cómo.
Y ahora, allí estaba, frente a mí, en un banco de la estación de metro, solitario, abatido, pero con ese mismo tatuaje de ancla en su brazo que me recordó inmediatamente aquel día.
Me reconoció, y cuando le pregunté, me confirmó que era él. El hombre que me salvó la vida ahora luchaba por reconstruir la suya, pero el paso del tiempo lo había marcado profundamente.
A pesar de que traté de ayudarlo, lo llevé a cenar, le compré ropa y le ofrecí un lugar en un motel para descansar.
Pero, al día siguiente, cuando nos encontramos, Mark me dijo que tenía problemas cardíacos y que los médicos le habían dado poco tiempo de vida.
Solo tenía un deseo: ver el océano. Le prometí que lo ayudaría a cumplir su último deseo.
Sin embargo, la vida volvió a interponerse. Tuve que ir al hospital para una cirugía urgente, y cuando regresé, ya era demasiado tarde. Mark había partido. No pude cumplir mi promesa.
Lo enterré cerca del océano, pero su memoria, su bondad y su desinterés permanecerán para siempre en mi corazón.
Ahora, con cada paciente que trato, con cada mano que ayudo, llevo conmigo un pedazo de esa bondad que Mark me enseñó.
Su legado guía mi vida, y ahora trato de ofrecer a los demás el mismo amor y compasión que él me dio. El amor y la ayuda forman un ciclo eterno, que siempre llevaré conmigo.