Ira se dio cuenta desde el principio de que su suegra, Olga Viktorovna, nunca dejaba pasar una oportunidad para involucrarse en su vida.
Especialmente cuando ella y su prometido, Igor, el hijo de Olga, se comprometieron, la suegra comenzó a intrometerse cada vez más.
Con una constante serie de consejos y críticas, parecía que nada de lo que Ira hacía estaba bien.
Durante una visita a la casa de los padres de Igor, Ira tuvo la primera oportunidad de enfrentarse a las opiniones de Olga.
La suegra no tardó en señalar que Ira servía el té de manera incorrecta, y que no debía tomar tantos caramelos a la vez. Para ella, todo lo que Ira hacía estaba mal.
A pesar de las constantes tensiones, Ira intentó mantener la calma y evitar discusiones.
Finalmente, Ira y Igor se mudaron a un pequeño apartamento, con el fin de evitar la presión constante de la madre de Igor.
Intentaron encontrar sus propias reglas y su espacio, aunque Olga continuaba interviniendo en sus decisiones.
Sin embargo, todo cambió cuando los padres de Ira decidieron regalarles una casa de campo.
Olga Viktorovna se mostró encantada con la noticia de la nueva propiedad y enseguida anunció que, a partir de ahora, también la visitaría con frecuencia.
Igor intentó apaciguar la situación, sugiriendo que tanto Ira como su madre podrían ir en diferentes momentos, pero Olga insistió en que ella tenía derecho a ir cuando quisiera.
Olga Viktorovna comenzó a tratar la casa de campo como si fuera suya, imponiendo sus propias reglas.
Cuando llegó la temporada de fresas, se apresuró a reprender a Ira por intentar recoger algunas de las frutas.
«¡Todavía no están maduras!» – le regañó, y aunque Igor intentó intervenir, Olga seguía tomando el control del jardín.
Unos días después, Ira se sorprendió al descubrir que Olga no solo había recogido las fresas, sino que también había hecho mermelada con ellas, usando su propio azúcar y en sus frascos.
Indignada por el abuso, Ira decidió enfrentarse a su suegra.
Le recordó que la casa de campo era suya y le exigió que nunca volviera allí sin su permiso.
La respuesta de Olga fue clara: «¡Esta es mi casa de campo, puedo hacer lo que quiera!» Pero Ira no cedió y recuperó el control.
A partir de entonces, se encargó personalmente del jardín y disfrutó de los frutos de su propio trabajo.
Finalmente, Ira pudo disfrutar de las fresas y otras frutas sin la constante intervención de su suegra.
Entendió que era hora de establecer límites y reclamar su derecho a la privacidad y el espacio en su vida.