Cuando Jeff se unió en matrimonio con Claire, una madre soltera con dos hijas encantadoras, su vida parecía haber tomado el giro de un cuento de hadas.
Sin embargo, pronto empezaron a circular rumores extraños sobre el sótano de la casa.
Las niñas, con una inocencia que solo los pequeños poseen, le pedían a Jeff repetidamente que «fuera a ver a papá», una frase que lo llevó a un descubrimiento aterrador: un oscuro secreto familiar guardado en las sombras de la casa.
El traslado a la casa de Claire se sintió como sumergirse en una novela. El aire estaba impregnado con el aroma a vainilla y pan recién horneado, y el suelo crujía bajo los pasos, como un viejo diario que guardaba secretos.
La luz que se filtraba por las ventanas bañaba las paredes en una resplandeciente tonalidad dorada, mientras que el eco de las niñas jugando en los cuartos llenaba la casa de energía.
Emma y Lily, rebosantes de curiosidad y alegría, parecían ser la melodía más pura que jamás había resonado en esa casa.
Claire irradiaba una calma que me resultaba completamente ajena, pero que deseaba con fervor.
Era un hogar cargado de memorias: cálido y acogedor. No obstante, había un rincón que no dejaba de inquietarme: el sótano.
La puerta del sótano, siempre un poco apartada en el pasillo, parecía un capítulo no escrito en un libro que no podía terminar de leer.
No es que tuviera una presencia amenazante, sino que el espacio parecía emitir un silencio peculiar, como si guardara relatos que nadie se atrevía a contar.
«Jeff, ¿puedes sostener los platos?», me interrumpió Claire, sacándome de mis pensamientos. Era hora de la cena: macarrones con queso, el platillo favorito de las niñas.
Emma, con sus ocho años y una fascinante mezcla de curiosidad y seriedad, se acercó. Me miró con una intensidad que no supe cómo interpretar.
«¿Alguna vez has pensado en lo que hay en el sótano?», preguntó de repente, su voz casi en susurro.
Miré rápidamente a los demás, tratando de recuperar la compostura. «¿Qué quieres decir?», pregunté, intentando aligerar la situación con una sonrisa.
«El sótano», repitió con una mezcla de intriga y misterio. «¿No te gustaría saber qué hay allí abajo?»
Reí, pero mi risa sonó vacía. «Tal vez algunas cajas viejas y muebles. O… ¿un tesoro?» Intenté hacer la situación más liviana, pero una sensación inquietante comenzaba a crecer en mi interior.
Emma me dedicó una sonrisa como si supiera algo que yo desconocía, y luego se dio la vuelta, regresando al comedor.
Lily, con sus seis años y aún inmersa en su mundo de fantasía, se rió mientras imitaba las preguntas de Emma.
En los días siguientes, la curiosidad empezó a consumirlo todo. ¿Por qué las niñas hablaban tanto del sótano? ¿Y por qué Claire, que normalmente era tan abierta, evitaba mencionar ese lugar?
A la mañana siguiente, mientras desayunaba con las niñas, observé a Lily jugar con su cuchara en el tazón.
De repente, la dejó caer, se levantó y corrió, sin decir una palabra, hacia el suelo de la cocina, como si algo se hubiera despertado en su interior.
«A papá no le gustan los ruidos fuertes», murmuró sin mirarme.
Un escalofrío recorrió mi espalda. «¿Qué?», pregunté, mi voz temblorosa.
«A papá», repitió Lily con calma. «Él… está en el sótano. Pero no podemos molestarlo.»
La miré fijamente, el cuchillo me resbaló de las manos. ¿Qué acaba de decir? ¿Y qué tenía que ver todo esto con las niñas y el sótano?
Unos días después, cuando Claire y yo estábamos sentados en el sofá, decidí preguntar finalmente. «Claire», comencé, «¿qué pasa con el sótano?»
Me miró como si hubiera descifrado un código secreto. «¿Por qué te interesa?»
«Es solo que Emma y Lily hablan de él constantemente, como si… como si alguien estuviera allí abajo. Y Lily… dijo que papá está en el sótano.»
Claire me miró con una expresión que no pude comprender, como si algo oculto detrás de una puerta estuviera asomándose.
«No deberías preocuparte, Jeff. Es… bueno, no es algo de lo que debamos hablar.»
Pero su voz temblaba. En ese instante supe que ocultaba algo más de lo que me había dicho.
«Emma y Lily… creen que su padre está ahí», añadí con cautela.
Claire dejó su vaso, sus ojos se suavizaron. «Su padre… ya no está con nosotras. Murió hace dos años.
No quería que las niñas sufrieran, así que dejé las cosas como estaban. El sótano… siempre fue su refugio, y pensé que de esa manera podrían seguir cerca de él.»
«Pero, ¿por qué el sótano? ¿Por qué allí?», pregunté, y sentí como si un lazo invisible se hubiera tejido entre nosotros.
«Porque creí que era el único lugar donde podían guardar sus recuerdos. No sabía que sería… tan doloroso para ellas», susurró, secándose una lágrima.
Al día siguiente, cuando Claire se fue a trabajar y las niñas se quedaron en casa con un resfriado, no pude evitar seguirlas. Me guiaron de nuevo al sótano, pero esta vez todo fue distinto.
Las niñas susurraban entre ellas mientras me indicaban el camino. El aire estaba húmedo y fresco, y la luz de la linterna parpadeaba sobre las paredes mientras nos acercábamos a una mesa vieja en la esquina.
Sobre ella reposaban dibujos, fotos y pequeños recuerdos, y en el centro, una urna sencilla.
«Aquí está», dijo Emma con una suavidad desconcertante, señalando la urna.
Lily la tocó suavemente, como si saludara a un buen amigo. «Papá se queda aquí», dijo. «Así no estará solo.»
Un nudo me subió por la garganta. ¿Qué había sucedido allí? ¿Qué tenían las niñas de su padre que no podían dejar ir?
Fue en ese momento cuando comprendí. No se trataba del sótano. Se trataba del recuerdo, y cómo, aunque estuviera en la oscuridad, continuaba vivo.
En los días siguientes, Claire y yo comenzamos a buscar un lugar nuevo para la urna, un sitio donde no estuviera más en las sombras.
La colocamos en el salón, entre fotos familiares y los dibujos vibrantes de las niñas. El recuerdo de su padre ya no debía existir en las sombras, sino a la luz, donde pudieran recordarlo siempre.
Esa noche, cuando el sol se despidió, encendimos una vela y nos sentamos juntos.
Las niñas compartieron sus recuerdos, aquellas cosas que nunca querían olvidar.
Y yo me quedé allí, en silencio y lleno de respeto, sintiendo la profunda conexión que aún mantenían con su padre, y cómo yo, poco a poco, me había convertido en parte de su historia, una historia que continuaba escribiéndose en las sombras titilantes del recuerdo.