„La Escuela del Destino: ¿Dónde estudiaste tú?“

ENTRETENIMIENTO

— Yo estudiaba en la escuela 35, ¿y tú?

— Yo también, — respondió Anton, levantando las cejas con sorpresa y mirando a la joven frente a él. Un extraño azar, pero quién sabe qué sorpresas tiene la vida.

No solo era curioso que ambos hubieran ido a la misma escuela, sino también sus nombres: Anton y Antonina.

Como si no hubiera más nombres en el mundo. Pero, ¿realmente ese pequeño detalle podría separarlos? Claro que no.

Se conocieron hace poco en un supermercado. La historia no tiene nada de especial, pero tal vez el destino no encontró mejor manera de reunirlos.

Anton no se decidía entre qué aceitunas comprar, y mientras pasaba Antonina por su lado, le dio un consejo sobre qué marca elegir.

En un abrir y cerrar de ojos, comenzaron a charlar y se intercambiaron sus números. ¿Quién sabe cómo terminará este tipo de encuentros? Y cuando Anton la invitó a una cita, Antonina aceptó sin dudar.

Anton ya había estado casado una vez, había vivido el matrimonio, experimentado las traiciones.

Antonina, por el contrario, nunca se había casado, iba por la vida con calma, convencida de que el destino le traería la felicidad en su momento. Y aquí estaban, en su quinta cita.

Anton, a sus 35 años, ya tenía un pequeño vientre y un cabello que comenzaba a perder volumen.

Gracias a los genes paternos, en su familia los hombres empezaban a quedarse calvos a partir de los 30.

Era un hombre atractivo, de complexión robusta, alrededor de 1.80 de altura, con el cabello oscuro, y, como decía su exesposa, “bastante guapo”, aunque eso no le impidió tener una aventura extramarital.

Si a eso le sumamos su educación, su sentido del humor y buenos modales, se podía decir que era una buena opción.

Antonina, por su parte, era diez años más joven.

Una mujer hermosa, con cabellera castaña, ondulada, que caía suavemente sobre sus hombros, de figura esbelta y ojos marrones profundos que parecían brillar con vida.

Su sonrisa, como ella misma decía, era su carta de presentación, y Anton no podía estar más de acuerdo. Tenía esa habilidad de cautivar a cualquiera con su presencia.

Y aunque Antonina tenía un aire de ingenuidad, no era para nada tonta. Su segunda carta de presentación era la elegancia con la que hablaba.

Cuando Anton la escuchaba, se sentía absorbido por su voz, y deseaba escuchar más y más.

— ¿Te acuerdas de Rimma Petrovna? — Anton quiso comenzar una conversación nostálgica.

— Sí, sí — respondió Antonina sonriendo, — ¡con esa peluca tan peculiar! — señaló con la mano la forma de su peinado, y ambos se rieron.

— ¿Anton Pavlovich?

— ¿Chéjov? — Antonina no lo entendió de inmediato.

— Jomíakov.

— El de los obreros — asintió Antonina. — Sí, era uno de los chicos.

Paseaban por el parque, de la mano, mientras hablaban de sus planes a futuro. A Anton le gustaba escuchar a Antonina hablar sobre su vida, sus sueños y sus metas.

Y lo que más le gustaba era que compartía su amor por la literatura. Resultó que Antonina no solo leía, sino que también escribía sus propios libros.

Y no eran nada malos, de hecho, tenía muchos seguidores en internet.

Era una mujer extraordinaria: brillante, tierna, enfocada.

Y Anton comenzó a comprender: sus miedos por un segundo matrimonio se desvanecían poco a poco, reemplazados por la certeza de que no todas las mujeres son iguales.

Un día, mientras estaban en casa de Antonina, decidieron revisar viejos álbumes de fotos.

— Qué linda eras entonces — comentó Anton con una sonrisa.

— ¿Y ahora? — quiso provocarlo Antonina.

— ¡Ahora eres simplemente hermosa!

Antonina bajó la mirada, sintiendo un calor agradable en su corazón. Le gustaba ese hombre. No sentía ninguna diferencia entre ellos, porque a su lado se sentía tan cómoda, tan en casa.

No tenía que fingir ser alguien más, podía ser ella misma.

— ¡No puede ser! — Anton estaba tan sorprendido que no podía creer lo que veía. Frente a él había una foto del primer día de clases, cuando entró a 11º grado.

Era casi igual a la foto que él mismo había tenido en esa época, solo que tomada desde otro ángulo. No cabía duda: en la foto estaba él, junto a una niña que no reconocía.

La imagen, un poco descolorida, despertó recuerdos de aquellos lejanos días cuando tenía 17 años. La profesora les había anunciado que Anton tendría el honor de acompañar a una niña de primer grado.

No era de extrañar, entre cinco clases, solo lo eligieron a él: el estudiante modelo, el que prometía mucho. Estaba también Romka Gorójov, su eterno rival, pero al final lo eligieron a él.

Mientras miraba la foto, Anton no podía evitar recordar ese día. Era un día cálido, soleado. Camisa blanca, pantalones negros con pliegues, zapatos lustrados.

A él le asignaron una pequeña niña, que apenas recordaba. Era pequeña, delgada y algo asustada.

Lo miraba desde abajo, mientras él buscaba entre la multitud a Jenka, su compañera de clase, que siempre le había gustado. Ese primer día de clases, pensó que ya era hora de dar el paso.

Ella se rió y lo rechazó, pero al menos lo había intentado, y ese día lo recordaba con claridad.

Y ahora, veía esa foto en la que la niña, vestida con una blusa blanca, medias negras, falda negra y zapatos brillantes, con dos enormes lazos en su cabeza, estaba sentada sobre su hombro izquierdo.

— ¿Quién es esta? — Anton no podía apartar la vista de la imagen, aún sin entender cómo había llegado allí.

— Soy yo — respondió Antonina, sin notar el asombro de Anton.

Él observó el rostro de la niña, luego miró a la mujer adulta que tenía frente a él.

— Y este soy yo — dijo, señalando la foto de un joven de 17 años, mientras una extraña sonrisa se dibujaba en su rostro.

— ¿Cómo es esto posible? — Antonina acercó el álbum a sí misma y miró la foto con más atención.

— ¡No puede ser! — exclamó ahora, sorprendida, mirando a Anton. — Entonces…

— Es el destino — Anton se encogió de hombros, aún sin poder creer lo que estaba ocurriendo.

Y realmente, en ese primer día de clases, Anton había vivido algo significativo en su vida.

Aunque Jenka lo hubiera rechazado, y el destino lo hubiera atormentado por muchos años, ahora comprendía que en ese día, cuando llevó a la niña de primer grado, estaba cargando a su futura esposa.

Y Antonina, la niña con la risa tan brillante, estaba ahora a su lado.

Se casaron. Fue una boda sencilla, pero inmensamente feliz. Como corresponde, la novia lloró, y el esposo la abrazó, sintiendo que por fin había encontrado a la mujer que el destino había preparado para él.

Por segunda vez en su vida, Anton cargaba a su novia en brazos, pero esta vez todo era diferente: ya se conocían bien.

Hoy tienen dos hijos, con un año de diferencia: el mayor tiene 14 años y el menor 13. Antonina sigue escribiendo, creando nuevos mundos románticos y compartiéndolos con sus lectores.

Porque lo que le sucedió a ella, nadie lo podría haber inventado.

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