Pasé mi vida buscando a mi madre. Cuando finalmente la encontré, me dijo: «Creo que viniste por lo que está en el sótano.»

ENTRETENIMIENTO

Steve había pasado toda su vida en hogares de acogida, siempre con la esperanza de encontrar a la madre que nunca conoció.

Finalmente, un día, ella apareció. Pero las palabras que pronunció al verlo no fueron lo que él había soñado. No hubo abrazos, ni disculpas, ni una expresión de cariño.

En su lugar, le dijo: “Supongo que has venido a buscar lo que está en el sótano.” Un comentario tan simple, pero que lo impactó como una bofetada, desenterrando recuerdos de un pasado oscuro.

“Durante veinte años, me imaginé una y otra vez cómo sería mirarla a los ojos y preguntarle: ‘¿Por qué me dejaste?’”

Cada mudanza, cada nuevo hogar, era un recordatorio de lo que le faltaba. De la madre que lo había abandonado.

Se aferró a la idea de que no tenía otra opción. Que lo amaba en su interior, aunque no pudo quedárselo.

Las canciones de cuna lo seguían, como una melodía que salía de un disco rayado: recuerdos de momentos perdidos, de celebraciones de cumpleaños, de mañanas de Navidad, de heridas en las rodillas y noches en las que se quedó llorando en la oscuridad.

“¿Por qué me dejaste?” repetía en su mente, una y otra vez, mientras pasaban los años.

A los 18 años comenzó su búsqueda. Pero no tenía nada. Ninguna foto, ningún nombre completo, solo la palabra “Marla” y el sonido de su voz resonando en su cabeza como un eco.

Revisó archivos, contrató detectives, gastó todo lo que tenía. Pero cada pista se desvanecía como el humo en el aire. Nada. Solo preguntas que giraban sin fin y una determinación que nunca se rompió.

El hallazgo

Pocas semanas después de cumplir 20 años, Steve recibió un sobre que Sharon, su madre de acogida, quien había sido lo más cercano a una madre real, le entregó.

En un papel amarillento encontró un nombre y una dirección, escritos con tinta desvanecida: Marla.

“Esto puede ayudarte,” dijo Sharon con una voz vacilante.

“No sabía si debía habértelo dicho antes… lo siento.”

El nombre fue como una llave que abría una puerta cerrada desde hacía mucho tiempo.

Con una emoción que no podía contener, leyó la dirección. Solo a dos horas de distancia.

Por primera vez en su vida, sintió que algo que había estado perdido por mucho tiempo estaba al alcance de su mano.

Se compró un traje sencillo, pero elegante, y un ramo de margaritas. No sabía si eran sus flores favoritas, pero era todo lo que tenía para ofrecer.

Con una mezcla de esperanza y miedo, emprendió el viaje. Cada kilómetro parecía más pesado, como si transportara sobre sus hombros los años de separación y las expectativas rotas.

El encuentro

La casa era vieja, con el aspecto de un vestigio de otro tiempo, la pintura desgastada y un timbre oxidado que dejaba entrever el paso de los años.

Sus piernas temblaban cuando tocó la puerta. Esta se abrió y apareció una mujer, con arrugas profundas y cabello plateado.

Pero sus ojos… sus ojos eran los mismos que los suyos, y lo miraban como un rayo.

“¿Eres Marla?” preguntó, con la voz quebrada.

Ella lo miró en silencio, sin mostrar ninguna emoción.

“Supongo que has venido a buscar lo que está en el sótano,” dijo con una fría calma.

Sus palabras lo golpearon como un martillazo, apretándole la garganta.

Confuso, la siguió cuando se dio la vuelta y caminó por el pasillo.

La casa tenía la atmósfera de un recuerdo antiguo y oscuro, llena de secretos. La puerta del sótano se abrió con un chirrido que le recorrió la espina dorsal, y el aire frío de la oscuridad lo envolvió como un cuchillo afilado.

El sótano

Al final de la escalera, había un viejo baúl, cuyos goznes oxidados produjeron un sonido espeluznante al abrirlo.

Dentro había fotos. Montones de fotos. Todas de él.

Su corazón latió con fuerza.

Eran imágenes de cada etapa de su vida: de bebé, niño, adolescente.

Fotos de la escuela, instantáneas tomadas al azar, momentos que nunca había vivido, pero que siempre estuvieron allí.

Alguien había estado observándolo todo el tiempo.

“Te he estado observando,” susurró ella.

“Tenía que saber que estabas a salvo.”

La disculpa

“¿Me estuviste observando?” preguntó, con voz cargada de amargura.

“Me dejaste, me entregaste a una casa de acogida tras otra, y ahora me dices que me observabas?”

Sus ojos se llenaron de lágrimas, mientras finalmente le revelaba la verdad.

“Quería estar contigo,” susurró. “Pero tu padre… él era peligroso.”

“Pensé que solo estarías a salvo si te dejaba ir.”

La verdad

“¿A salvo?” gritó él, lleno de rabia. “Me enviaste de un lugar a otro, me dejaste entre quienes nunca me quisieron.”

“¿Sabes cuántas noches pasé llorando, preguntándome por qué no me querías junto a ti?”

“Te quería,” dijo ella, con voz quebrada. “Cada día.”

“Pero creí que vivirías mejor sin mí.”

Su arrepentimiento se reflejaba en cada palabra, en cada gesto, como si el peso de tantos años de dolor y deseo no pudiera ser olvidado.

“Cometí un error,” dijo al fin. “Nunca me perdonaré por lo que te hice.”

Las consecuencias

Steve se desplomó en el último escalón, sus manos enterradas en su rostro, abrumado por la mezcla de emociones. Ira, tristeza, pero también una extraña y tímida esperanza.

“No sé si alguna vez podré perdonarte,” murmuró.

“No espero eso de ti,” respondió ella tranquilamente. “Solo quiero que sepas que nunca te olvidé.”

Así se quedaron, ambos en la oscuridad del sótano, rodeados por el peso de una historia compartida. No había una solución, ni una respuesta definitiva, pero sí un inicio.

Un paso vacilante hacia la curación de las heridas profundas que habían permanecido abiertas durante tanto tiempo.

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