Cuando mi hijo de 16 años sugirió pasar el verano en casa de su abuela para cuidarla, me quedé perpleja. No era algo propio de él.
Por un instante, sentí una chispa de orgullo. ¿Y si por fin estaba dejando atrás su rebeldía?, pensé ingenuamente.
Esa ilusión se hizo añicos una noche.
Recibí una llamada de mi madre. Su voz, apenas un susurro, estaba cargada de una angustia que jamás había escuchado en ella.
«Ven rápido… ¡sálvame de él!», me rogó. Había terror en cada palabra, un miedo helado que me caló hasta los huesos.
La línea se cortó antes de que pudiera contestar.
Me quedé paralizada, con el teléfono aún en la mano, sintiendo el eco de sus palabras en mi cabeza. Esa voz no era la de la mujer fuerte e inquebrantable que conocía. Algo estaba profundamente mal.
Y supe de inmediato que hablaba de mi hijo.
Llevaba años luchando con su actitud. La adolescencia lo había transformado, y no para bien. Se había vuelto desafiante, testarudo, como si disfrutara desafiando cada límite que le imponía.
Recordé el día en que me soltó la idea: llegó de la escuela, tiró la mochila al suelo con exageración y, con una sonrisa extraña, dijo:
«Creo que pasaré el verano con la abuela. Podría ayudarla, hacerle compañía.»
«¿Tú? ¿En casa de la abuela? Apenas soportas un fin de semana con ella», respondí, tratando de entender de dónde venía esa súbita bondad.
«Podrías incluso despedir a la cuidadora, mamá. Sería un ahorro para ti.»
En aquel momento, casi me convenció. Pensé que quizá, solo quizá, estaba dando un paso hacia la madurez.
Pero ahora, conduciendo por la carretera oscura hacia casa de mi madre, esas palabras resonaban en mi mente de una manera completamente diferente.
«Las personas cambian, mamá», me había dicho con una sonrisa que ahora entendía como falsa, una actuación.
¿Por qué no lo noté? Todo era demasiado perfecto, demasiado calculado.
Poco después de que se mudara con mi madre, intenté llamarla. Fue él quien respondió.
«Hola, mamá. La abuela está descansando. Ha tenido un día largo, pero le diré que llamaste.»
No insistí. Quizá porque quería creerle. Quizá porque temía descubrir lo que realmente estaba ocurriendo.
Mi mente comenzó a retroceder. Recordé cómo éramos al principio, cuando su padre nos dejó y tuve que criarlo sola. Hice lo imposible por ser su pilar, pero algo siempre parecía faltar.
Mi madre siempre tuvo más paciencia con él. Lograba calmarlo cuando yo no podía. Pero incluso ella admitía que su comportamiento podía ser agotador.
Ahora, mientras marcaba su número otra vez, mis manos temblaban. Cada tono sin respuesta era como un golpe seco en el pecho.
Uno. Dos. Tres tonos…
Y luego, el vacío.
No el tipo de vacío que trae tranquilidad, sino el que se llena de presagios oscuros y preguntas sin respuesta.