Lucynka siempre había sido esa madre cariñosa y atenta, que vivió su vida en torno a su hijo.
Le dedicó toda su energía y tiempo, incluso cuando Marek ya había crecido, formado su propia familia y parecía capaz de manejarse por sí mismo.
Lucynka nunca pensó en descansar o cuidarse a sí misma. Si Marek necesitaba dinero para su primer departamento, ella estaba allí para ayudarle.
Si tenía problemas en su trabajo, ella era quien lo consolaba y apoyaba en cualquier situación.
Pero a medida que pasaban los años, Lucynka perdía fuerzas, y aunque nunca pidió ayuda, la soledad y las crecientes dificultades de salud se volvían cada vez más difíciles de soportar.
Marek, su hijo, no sabía cómo corresponder con el mismo cuidado. Pensaba de una manera diferente.
Las tareas diarias, como las compras, la preocupación por la salud de su madre y resolver los problemas cotidianos, le parecían un peso demasiado grande.
Un día, cuando sintió que ya no podía continuar cuidándola, decidió colocarla en una casa de ancianos. Dijo que allí estaría mejor, pues recibiría atención y compañía.
Lucynka, aunque sabía que era una decisión difícil, aceptó tristemente, aunque en sus ojos brillaba un dolor que trató de ocultar.
Cuando llegó el día de la mudanza y Marek llevó a Lucynka a la residencia, ambos vivieron un momento doloroso. Lucynka se despidió de su hogar, al que había dedicado tanto amor durante tantos años.
Cada objeto, cada libro y cada foto que había acumulado a lo largo de su vida representaba un pedazo de su pasado, y ahora tenía que dejarlos atrás.
Marek prometió que la visitaría regularmente, pero sabía que sus promesas eran vacías. Su madre sabía que sus palabras no significaban nada, solo servían para calmar su conciencia.
Marek regresó a su casa aliviado, sintiendo que finalmente se había liberado de esa carga.
Ya no tenía que preocuparse más por su madre, pues ella estaba en el lugar adecuado, y él podía regresar a su vida.
Sin embargo, cuando entró en el departamento vacío que ahora debía organizar para vender o alquilar, se encontró con una sorpresa.
Cada rincón del lugar había cambiado de una manera que era inmediatamente obvia.
Todos los muebles valiosos, las reliquias familiares, la colección de porcelanas que Lucynka había cuidado durante años, habían desaparecido.
En su lugar, el departamento estaba lleno de baratijas y objetos usados.
En las estanterías había libros polvorientos, y sobre la mesa descansaba solo una hoja de papel con una breve pero contundente nota: “No todo es lo que parece, querido.”
Lucynka había planeado todo con astucia. Antes de mudarse a la residencia, escondió todas sus pertenencias valiosas.
Se las entregó a una amiga de confianza, sabiendo que su hijo no apreciaba lo que le había dado, y que pronto intentaría deshacerse de todo para obtener ganancias.
Marek, parado en el departamento vacío, no entendía qué había sucedido. Durante años había ignorado lo astuta que era su madre.
Ahora, de pie en medio de la vaciedad, se dio cuenta de que fue ella quien ganó este pequeño juego. Comprendió que no podía deshacerse de su vida y de los recuerdos compartidos tan fácilmente.
Finalmente, tuvo que aceptar que Lucynka había salido victoriosa de esta situación, y que cada decisión que había tomado tenía sus consecuencias.