Nunca olvidaré el día en que mi madre simplemente nos dejó sin decir una palabra. Tenía dieciséis años y mi hermana pequeña solo doce.
Mi padre trabajaba todo el día para asegurarse de que tuviéramos lo necesario, y cuando ella se fue, asumió todas las responsabilidades del hogar.
Desde el principio supimos que no volvería; había elegido una vida nueva, una mejor.
Un jefe rico que le ofrecía todo lo que siempre había querido: viajes, fiestas lujosas, ropa con la que antes solo podía soñar. Era un cuento de hadas, al menos así lo veía ella.
Mi padre trató de ocultar cuánto le dolía, pero yo podía ver cómo cada día se rompía por dentro. Para él, no solo era una separación, sino una traición.
Para mí, era la pérdida de una madre que siempre había considerado alguien que estaría a nuestro lado.
Pero el tiempo cura las heridas, y mi hermana y yo crecimos con la sensación de que no nos faltaba nada. Aprendimos a vivir sin ella.
Alrededor de diez años después, cuando estaba en mi nuevo apartamento, sonó el timbre. Me sorprendió, no esperaba a nadie a esa hora.
Cuando abrí la puerta, apenas reconocí a la persona que estaba frente a mí. En lugar de la mujer elegante y cuidada que recordaba, vi a alguien que parecía desgastada por la vida.
Llevaba ropa vieja y en sus ojos había una mezcla de desesperación y esperanza.
«Soy yo, tu madre», dijo, como si nada hubiera pasado, como si nos hubiésemos visto ayer. Me quedé en shock, pero algo dentro de mí me hizo dejarla entrar.
Al final, era mi madre, aunque ese sentimiento se había desvanecido con los años.
Se sentó en el sofá y comenzó a contar su historia, cómo la vida que eligió se había convertido en su peor pesadilla.
El colapso de su mundo dorado
Resultó que su rico compañero había perdido toda su fortuna en pocos meses. No solo había derrochado todo el dinero, sino que también se había endeudado profundamente.
Los días de fiestas y viajes al extranjero terminaron de golpe, y con ellos todas las comodidades a las que mi madre se había acostumbrado.
Cuando se dio cuenta de que su vida se desmoronaba, ya era tarde para encontrar una salida.
Las personas que antes la admiraban y envidiaban su estilo de vida desaparecieron, dejándola completamente sola.
La miraba sin saber qué pensar. ¿Cómo pudo rendirse tan rápido y olvidar todo lo que alguna vez fue importante para ella?
¿Podía ahora tomarla en serio después de tantos años, o simplemente había regresado porque necesitaba a alguien que la ayudara de nuevo?
«Necesito dinero»
Tras una larga pausa, me miró a los ojos y dijo esas dos palabras que desvanecieron todas mis dudas: «Necesito dinero».
No vino para arreglar nuestra relación, no para disculparse o dar explicaciones. Su único objetivo era conseguir lo que quería de mí.
En ese momento, todas las memorias volvieron a mí: cada segundo en el que vi a mi padre intentando ser tanto madre como padre;
todos esos momentos en los que me preguntaba qué habíamos hecho mal para que ella prefiriera una vida sin nosotros.
«No puedo hacerlo», le dije, cuando sus súplicas se convirtieron en ruegos. «Viviste durante años en el lujo, y ahora vienes a mí porque lo perdiste todo?»
En sus ojos apareció ira. «¡Soy tu madre!» -dijo entre dientes. Pero ya no me impresionaba.
Tenía una familia en la que podía confiar, y no necesitaba a alguien en mi vida que solo apareciera cuando necesitaba algo.
La decisión que nunca lamenté
Mi madre se fue, lanzándome una mirada llena de desesperación. Nunca la volví a ver.
Y aunque en el fondo aún sentía dolor, supe que había tomado la decisión correcta.
A veces, hay que elegir lo que realmente importa en la vida, y no siempre es la persona con la que compartimos una historia.