Polinka, una niña de seis años, vivía en una casa humilde y fría, que cada vez más reflejaba el descuido y la ausencia de su madre.
Una tarde temprana, cuando su madre salió y le dijo que no saliera al exterior, Polinka se quedó sola en casa.
Era una espera constante: la espera del regreso de su madre, del calor, de un mundo seguro que amenazaba con desvanecerse en la inestabilidad de su vida.
Las noches eran las más difíciles. Cuando Polinka se iba a la cama, el calor del horno ya se había disipado casi por completo, y la habitación se llenaba del frío de la noche que se instalaba.
El recuerdo de su abuela, que antes calentaba la casa con amor y llenaba el aire con olores deliciosos, le proporcionaba un consuelo débil.
Su abuela siempre hacía pirogues con repollo o frutas, y Polinka recordaba el tiempo cuando el aroma de la avena caliente y el pan recién horneado llenaban la casa.
Pero desde que su abuela se fue, la casa se sentía vacía y fría, igual que los corazones de su madre y de los que la rodeaban.
Cada día, Polinka tenía que encargarse de todo por sí misma: cocinar las papas, encender el horno, conformarse con la poca comida que quedaba.
Con frecuencia pensaba en las promesas de su madre, que le decía que pronto todo mejoraría, pero esas promesas nunca eran más que palabras vacías.
Una noche, sin embargo, su madre no regresó. Polinka esperó hasta la madrugada, y la oscuridad que se cernía fuera parecía expandirse en su corazón.
Al despertar al día siguiente, la casa estaba aún más fría que antes.
Lo único que le quedaba para comer eran las papas restantes, que mojaba cuidadosamente en sal y bajaba con un sorbo de agua.
Pero el frío de la casa no dejaba que ni siquiera esa escasa comida la reconfortara.
Entonces, un día llegó la noticia de que su madre había sido encontrada muerta, abandonada en una tormenta de nieve, tal como solía abandonar la casa para desaparecer.
Los aldeanos, encabezados por la anciana María, se encargaron de Polinka, asegurándose de que no estuviera sola.
María la llevó a su casa y la cuidó con ternura, como si fuera su propia hija. La noticia de la muerte de la madre de Polinka se difundió rápidamente, y su padre fue informado.
El padre, un hombre alto y serio, a quien Polinka apenas conocía, llegó para llevarla. No tenía recuerdos de él, solo vagas impresiones y una sensación de incomodidad ante su presencia extraña.
Sin embargo, la llevó consigo, y la vida de Polinka dio un giro inesperado.
Pasaron los años, y Polinka creció en una nueva familia, bajo el cuidado de Valentina, la esposa de su padre. Valentina era amable, pero Polinka a menudo se sentía ajena.
Su relación era distante: Valentina la quería, pero no sabía cómo demostrarle amor a una niña. Polinka hacía su parte en la casa, ayudaba donde podía y se mantenía en segundo plano.
Aprendió a ser silenciosa, a cuidar de sí misma y a posponer sus propias necesidades.
Con el tiempo, Polinka descubrió una pasión por la costura. Encontró en sí misma una creatividad que le permitía diseñar su propia ropa y transformar su entorno.
Tras terminar la escuela, se mudó para estudiar sastrería, una decisión que tomó por sí misma: un paso hacia la independencia que siempre había deseado.
Cuando finalmente regresó a su aldea natal, la imagen de su infancia había cambiado por completo.
La casa abandonada de su madre, que una vez estuvo llena de tristeza y soledad, adquirió ahora un nuevo significado.
La renovó, pintó las paredes, reparó el techo y recordó aquellos tiempos cuando el mundo parecía más grande y lleno de esperanza.
Y aunque la casa ya no era la misma, ahora sentía que representaba un nuevo comienzo.
Se casó con Zahkar, un joven amable de la aldea, y encontró en él el apoyo y el amor que tanto había anhelado.
Comenzó a ofrecer sus habilidades de costura en la aldea, y pronto todos supieron de su talento.
Trabajó con dedicación, cosiendo para su familia y la comunidad, y finalmente encontró una vida que estaba llena del calor de las personas que la rodeaban, un calor que su casa nunca le había dado.
Polinka construyó su propia vida, se liberó del frío de su pasado y se convirtió en la mujer que siempre quiso ser: fuerte, independiente y rodeada del amor de su gente.
Había encontrado su lugar, no solo en la aldea, sino también en sí misma.