Mia llevaba tres meses separada de su madre, quien siempre le insistía que permaneciera en casa mientras duraban las reformas. Pero algo en esas explicaciones nunca le había parecido correcto a Mia.
Esa mañana, cuando decidió regresar en secreto, había una sensación indefinida de preocupación en el aire. Las calles estaban desiertas, el cielo gris parecía intensificar la sensación de inquietud.
Su corazón latía más rápido mientras se acercaba a la casa, que había sido el refugio seguro de su niñez.
“No es algo que debas ver”, le había dicho su madre una y otra vez cuando Mia insistía en ir a visitarla. Pero Mia ya no podía más. El silencio en las conversaciones, las llamadas apresuradas, algo no estaba bien.
Cuando estacionó frente a la casa, notó de inmediato el jardín descuidado.
El césped, antes bien cuidado, estaba cubierto de maleza, las flores marchitas, y los rosales, que su madre cuidaba con tanto orgullo, estaban casi completamente secos.
“Esto no es mi madre”, murmuró, mientras salía del coche. Un escalofrío recorrió su espalda mientras se acercaba a la casa.
La puerta estaba abierta. Desatrancada. Ella nunca permitía que la puerta estuviera así, nunca. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Entró.
Estaba demasiado silencioso. Demasiado quieto. No había sonidos, ni polvo, ni color en las paredes, ni herramientas como las que uno esperaría en una casa en proceso de reforma.
Solo una limpieza casi fantasmal. El aire olía a desinfectante, estéril y desagradable.
“Mamá?” Su voz fue apenas un susurro en el silencio.
No hubo respuesta.
Su mirada recorrió la habitación hasta que se detuvo en una foto en la pared. Era una imagen de ella cuando era niña, abrazada a su madre en la playa. Pero algo estaba extraño.
El vidrio estaba cubierto de huellas dactilares, como si alguien lo hubiera tocado desesperadamente, especialmente en su rostro. Una sensación inquietante se apoderó de su pecho.
“Mamá?” Gritó ahora con más firmeza, pero el silencio continuó.
Un leve crujido sonó desde arriba. Mia se paralizó. Su corazón latía fuertemente mientras subía las escaleras a toda prisa.
Cuando llegó arriba, el pasillo estaba tan silencioso que parecía que la propia casa no respiraba.
Sus pies hacían ruido en las tablas del suelo, y su respiración se aceleraba mientras se acercaba a la puerta del cuarto de su madre. Abrió la puerta.
Lo que vio la hizo casi desplomarse.
Su madre estaba en la cama, pálida y delgada, su largo y brillante cabello cubierto por un sencillo pañuelo. Lucía extraña y frágil, una versión de ella que Mia apenas reconocía.
“Mia?” Susurró su madre, su voz como un débil suspiro.
“No debías estar aquí.”
Mia quedó como petrificada, el mundo parecía girar. “Mamá… ¿qué pasó?”
Los ojos de su madre, cansados y turbios, buscaron los de ella. “Quería que no lo supieras de esta manera”, susurró, como si se disculpara por el quiebre en su vida.
“¿Qué debería saber, mamá?” Su voz estaba llena de desesperación mientras se sentaba junto a la cama.
La mano temblorosa de su madre tomó la suya. “Tengo cáncer, Mia”, susurró, y sus palabras golpearon a Mia como un golpe en el estómago.
¿Cáncer? Un frío cortó su consciencia. Su madre había mantenido todo en secreto durante esos meses, sin darle a Mia la oportunidad de ayudar.
“¿Por qué no me dijiste?” Su voz se quebró mientras una ola de ira y tristeza la envolvía. “¿Por qué no pediste ayuda?”
Su madre temblaba, las lágrimas subían a sus ojos. “No quería que te cargaras con esto, mi amor. Tienes tantas cosas que hacer… Pensé que podía soportarlo sola.”
Mia negó con la cabeza. “¿Pensaste que podrías hacerlo sola? ¡MAMÁ, soy tu hija! ¡Debería haber estado ahí para ti!”
Las lágrimas de su madre comenzaron a caer libremente, y habló con voz temblorosa: “Quería protegerte, Mia. De todo esto… de este dolor.”
Mia se subió a la cama, abrazó suavemente a su madre y susurró: “No tienes que protegerme de la realidad. Vamos a enfrentar esto juntas. Estoy aquí.”
Los días pasaron, y Mia volvió a vivir en la casa. Tomó vacaciones para estar con su madre, decidida a disfrutar cada momento. Rieron, lloraron y compartieron recuerdos como si volvieran a los días en los que todo era ligero.
Y cuando llegó el final, Mia estuvo junto a su madre, tomándole la mano, sintiendo el frío del adiós mientras su madre susurraba débilmente: “Lo siento, Mia. He hecho tantas promesas y nunca las cumplí.”
Mia se inclinó sobre su madre, apretó su mano y susurró: “Me diste todo lo que necesitaba. Nunca hiciste nada mal.”
Una leve sonrisa apareció en el rostro de su madre antes de que sus ojos se cerraran. “Te quiero, Mia.”
“Yo también te quiero, mamá”, susurró Mia, manteniendo a su madre cerca mientras su respiración se hacía cada vez más lenta hasta que finalmente cesó.
Mia permaneció a su lado por mucho tiempo, abrazada al recuerdo de sus últimos momentos juntas. Sabía que eso era lo que realmente importaba: el amor, incluso en las horas más oscuras que compartieron.
El adiós a su madre fue el dolor más grande que Mia jamás había experimentado, pero en lo profundo de su corazón sabía con certeza: El verdadero amor es lo que permanece, incluso cuando todo se rompe.