¡Esto no puede estar pasando!» La voz de Greg era un torbellino de horror al ver cómo mi vestido de novia caía al suelo. Durante todo el día, había mantenido oculto el secreto que yacía bajo el encaje impecable y las telas brillantes.
Pero ahora era el momento de revelar la verdad, esa oscura realidad que habíamos mantenido cuidadosamente en las sombras. Nuestra boda, ese día reluciente con el que toda niña sueña, no era más que un elaborado acto teatral.
Una escena perfectamente coreografiada, donde yo era la protagonista principal y él el villano disfrazado de príncipe encantador. Greg estaba al final del pasillo, su sonrisa resplandeciente, convencido de que había ganado el premio mayor de la vida.
Él creía que este era el comienzo de un capítulo perfecto, un cuento de hadas sin fin. Pero yo conocía el guion oculto, las mentiras que susurraban entre las cortinas de terciopelo.
El brillo del día, las risas de los invitados, el tintineo de las copas de champán… todo era un espejismo. Una ilusión que yo seguía con precisión mientras interpretaba mi papel.
Los invitados —sobre todo sus padres— se deleitaban con la imagen de una pareja perfecta. ¿Y yo? Sonreía, reía y bailaba. Pero por dentro, era un volcán al borde de la erupción.
Greg no podía esperar para comenzar nuestra noche de bodas. Sus ojos brillaban con deseo, sus manos temblaban de anticipación cuando me llevó a nuestra habitación.
«He esperado toda la noche para esto», susurró, con los labios pegados a mi cuello.
No respondí, solo le devolví una sonrisa tan fría como el hielo. En su mente, ya imaginaba un futuro dorado, sin grietas ni sombras. Pero la verdad era un monstruo esperando en la oscuridad.
Dejé que mi vestido se deslizara lentamente hasta el suelo. La ilusión se desmoronaba con cada centímetro de tela que caía. Al girarme, pude ver cómo su rostro se congelaba de puro terror.
El tatuaje de Sarah, su ex, serpenteaba por mi piel desde el hombro hasta la cintura. No era un simple dibujo; era una cicatriz emocional, una marca de fuego de una noche que nunca debió existir.
«¿Qué… qué es esto?», balbuceó Greg, con los ojos desorbitados y el rostro pálido.
«Es tu legado, Greg», respondí con voz cortante. «Una cicatriz de tu traición. Sarah se aseguró de que no olvidaras lo que hiciste».
Sus palabras se atropellaron en su boca. «Fue un error… Yo no quería… Te amo…»
Las excusas flotaron en el aire como hojas muertas, sin peso ni significado. No había redención para él.
Antes de que pudiera hablar de nuevo, la puerta se abrió de golpe. Marianne, su madre, y James, su padre, irrumpieron en la habitación. Sus rostros estaban cincelados por la preocupación y la incredulidad.
«¿Qué está pasando aquí?», preguntó Marianne con un hilo de voz.
«La verdad», dije con frialdad. «Greg me engañó. La noche antes de nuestra boda. Con Sarah. Y lo descubrí demasiado tarde».
El silencio cayó como un telón pesado. Marianne se tambaleó, mientras James clavaba una mirada de acero en su hijo.
«Gregory», dijo con voz gélida, cada palabra cargada de decepción. «¿Qué has hecho?»
Greg cayó de rodillas, con las manos cubriendo su rostro. «Lo siento, lo siento… Por favor, dénme otra oportunidad…»
Pero ya era demasiado tarde. Las sombras de su traición habían crecido demasiado.
«Se acabó», dije con firmeza. «No hay más oportunidades, Greg. No para ti.»
James asintió lentamente, su expresión era la de un rey que acaba de perder a su heredero.
Dando la vuelta, caminé hacia la puerta. Dejé atrás las mentiras, las promesas vacías y un amor que nunca fue real.
La libertad me esperaba al otro lado, y por primera vez en mucho tiempo, respiré profundamente.
Se había acabado. Y yo era libre.