Gerald Nizbit observaba incrédulo la pantalla de su ordenador. El correo electrónico que había recibido le dejó sin aliento, como si le hubieran arrebatado el suelo bajo sus pies.
Su mente se inundó de pensamientos confusos mientras sentía cómo la rabia y la determinación crecían en su interior. Sabía que algo debía hacerse, y rápido.
Agarró el teléfono con firmeza.
“Helen”, dijo con voz serena pero autoritaria, “llama a mi abogado, luego a Margaret Pratt y, por último, a mi madre, en ese orden.”
Helen, su asistente de toda la vida, sabía perfectamente que Gerald no era alguien de mucha paciencia. Sin dudarlo, marcó el número del abogado.
Mientras tanto, Gerald permaneció inmóvil frente a la pantalla, hirviendo de ira, imaginando cómo haría pagar a la persona que había causado tal caos. Solo era cuestión de tiempo antes de que cobrara venganza.
Finalmente, el abogado contestó.
“Sam”, comenzó Gerald con voz cortante, “has cometido un error grave. Me has enviado, por error, el nuevo testamento de mi madre en vez de enviárselo directamente a ella.”
Desde el otro lado de la línea, Sam intentó disculparse, pero Gerald no le dio oportunidad. “Exijo que arregles esto de inmediato”, dijo tajante antes de colgar.
Miró por la ventana, perdiendo la mirada en la ciudad mientras pensaba en su próximo paso, antes de marcar el número de Margaret Pratt, la abogada de su madre.
“Margarita”, dijo sin rodeos, “esto debe solucionarse hoy.”
Un breve silencio se hizo en la llamada, y luego añadió con firmeza: “Si no eres capaz de resolverlo, encontraré a alguien que lo haga.”
Parece que la respuesta de Margaret fue la adecuada.
“Muy bien, entonces, a las 17:00, hoy mismo”, dijo Gerald, cortando la conversación.
Volvió a llamar a Helen.
“Asegúrate de que pueda hablar con mi madre de inmediato”, le ordenó. En pocos minutos, el teléfono sonó.
“Mamá”, empezó Gerald con tono frío, “hay dos cosas que necesitas saber. Primero, tu abogado me envió tu nuevo testamento por error. Segundo, haz las maletas, porque hoy te vas de la casa.”
Edith, quien vivía en la elegante casa de su hijo, se quedó completamente atónita. No sabía qué decir.
“Gerald, por favor…”, intentó explicar, “si es por el testamento, déjame explicártelo…”
“No necesito explicaciones”, interrumpió Gerald con voz cortante. “Solo asegúrate de estar lista para irte a las 16:00.”
Colgó el teléfono, dejando a Edith atrapada en una sensación de shock. Pensó que Gerald la comprendería. ¿Por qué no le creía?
Siempre había contado con su apoyo. Cuando su artritis empeoró el año pasado, Gerald la había acogido en su casa.
Él había sido el único en quien podía confiar.
Ahora, con lágrimas en los ojos, Edith hizo sus maletas, tratando de convencerse de que Gerald entendería sus intenciones.
No necesitaba el dinero. Sabía que Gerald era rico. Pero sus otros dos hijos, Amy y Oliver, estaban pasando por serios problemas financieros.
Había dejado su casa y sus ahorros para ayudarlos, suponiendo que Gerald no tendría problema en quedarse con el legado familiar: los recuerdos y la pequeña cabaña.
Cuando Gerald llegó puntualmente a las 16:00, hizo un breve gesto con la cabeza, levantó su maleta y la metió en el coche.
Su rostro no mostraba ninguna expresión, pero Edith sintió que algo no iba bien. Viajaron en silencio, y cuando estaban casi llegando, Edith encontró el valor para hablar.
“Gerald”, comenzó con voz temblorosa, “sobre el testamento…”
“¡Ah, el testamento!” lo interrumpió Gerald, mirando de reojo.
“El testamento en el que dejas la casa y el dinero a Amy y Oliver, mientras que yo me quedo con la cabaña junto al lago, el reloj de papá y las fotos antiguas de abuelo, ¿verdad?”
“Sí”, murmuró Edith, su voz temblando.
Gerald detuvo el coche frente a un pequeño aeropuerto privado, donde los esperaba un avión privado. Se giró hacia ella, y su rostro ya mostraba una expresión mucho más suave.
“Mamá”, dijo con una sonrisa cálida, “te entiendo.”
“Me conoces mejor que nadie. El dinero nunca fue tan importante para mí como los recuerdos y las cosas que realmente significan algo.
Tu decisión solo me muestra lo bien que entiendes lo que realmente me importa.”
Los ojos de Edith se llenaron de lágrimas. “Pero Gerald”, susurró, “pensé que estabas decepcionado… pensé que me echarías de la casa.”
Gerald negó con la cabeza y sonrió. “¿Decepcionado? Nunca. Te llevo a unas vacaciones de dos semanas a Tahití. Un poco de sol te hará bien para tus dolores, y yo quiero pasar más tiempo contigo.”
Edith no podía creer la sensación de alivio que invadía su corazón. Abrazó a Gerald, desbordada de gratitud.
Ahora entendía que él había comprendido sus intenciones y que no la abandonaría.
Juntos disfrutaron de unas maravillosas vacaciones, y Edith observó con alegría cómo Gerald se relajaba, conociendo incluso a una mujer de Nueva York que también estaba de vacaciones.
Para Edith, este viaje fue más que una simple escapatoria.
Fue un recordatorio de lo que realmente importa: la familia, los recuerdos y los lazos profundos que superan lo material.
Esta historia nos enseña:
No juzgues las intenciones de los demás a través de tus propios miedos y suposiciones.
Los malentendidos de Edith casi la llevan a interpretar mal las verdaderas intenciones de su hijo.
Al final, lo que realmente importa no es el dinero, sino los recuerdos valiosos y el amor compartido.