— ¡Debiste habérmelo dicho antes! — Anton agitó las llaves con furia, sus ojos brillando de enojo. — ¡Era nuestra casa, Nastja! ¡Nuestras decisiones!
Nastja permanecía frente a él, los brazos cruzados sobre su pecho, con el rostro inexpresivo.
De alguna manera, había anticipado este momento, pero también sabía que tarde o temprano llegaría. Todo había comenzado el día que vendió la antigua casa de campo sin consultarle a su marido.
La casa había sido parte de la familia durante años, pero para Nastja nunca significó lo mismo que para Anton.
Para él, ese lugar estaba lleno de recuerdos de su infancia, de momentos que le habían marcado profundamente.
— Ya no podía seguir mirando esa casa vacía, — intentó explicar, con el enojo contenido. — Nunca íbamos allí. ¿Qué sentido tenía mantener ese viejo edificio en ruinas?
Se mordió el labio, intentando controlar sus emociones. Sabía lo importante que era ese lugar para Anton, pero también sabía que desde la muerte de sus padres, él había evitado la casa.
Era como si ya no pudiera soportar los recuerdos dolorosos que guardaba.
— Anton, escúchame, — su voz ahora sonaba más baja, pero aún firme. — Nunca habríamos vuelto. Fue la mejor decisión. Vender la casa y usar el dinero para algo que realmente necesitamos.
— ¿La mejor decisión para quién? ¿Para nosotros? ¿O solo para ti? — Anton tiró las llaves sobre la mesa, el sonido resonando en el aire, aumentando la tensión. — Ni siquiera me preguntaste.
— ¡Tomaste la decisión sin contar conmigo!
Nastja respiró hondo, sabiendo que había cometido un error. Había actuado sola, sin consultarlo a él.
Pero, desde su punto de vista, había sido un paso necesario para liberarse del peso del pasado.
La vieja casa, llena de reparaciones pendientes, se había convertido en una carga para su economía, su tiempo y sus nervios.
— No entiendes lo que eso significaba para mí, — Anton habló en un tono más bajo, casi triste. — No era solo una casa. Era el legado de mis padres, nuestros veranos allí, mi niñez…
Se quedó en silencio, mirando al vacío, como si intentara revivir esos momentos perdidos. En su mente, las imágenes de tiempos más simples comenzaban a aflorar.
Recordaba cuando reparaban el techo con su padre, o cuando su madre hacía mermelada en la cocina pequeña.
Nastja se acercó a él y tomó su mano con suavidad. Su corazón estaba lleno de contradicciones: culpa y el deseo de explicarse.
No le era indiferente lo que Anton sentía, pero estaba convencida de que esta decisión era lo mejor para su futuro común.
— Anton, — dijo con calma, — sé que te duele. Cometí un error. Debí haberte consultado, pero pensé que nunca volveríamos a ese lugar.
— Ya no volvemos, — replicó él amargamente. — Porque ahora ya no queda nada.
Pasaron las semanas, y Anton se fue distanciando más y más. Sus conversaciones se volvieron más cortas, casi inexistentes.
Llegaba de su trabajo, se sentaba en silencio a la mesa, a veces veía la televisión, o se acostaba temprano.
Nastja sentía cómo su relación se desmoronaba, y cómo su decisión solo había empeorado las cosas.
Una noche, intentó nuevamente hablar con él.
— ¿Sigues enfadado por la casa? — preguntó con cautela durante la cena.
Anton levantó la mirada de su plato, y sus ojos eran pesados.
— No lo sé, — dijo después de una pausa. — Solo siento que nuestros valores son diferentes, Nastja. Tú ves las cosas de una manera, y eso me asusta.
Nastja sintió cómo una inquietud crecía en su interior.
— Podríamos intentar encontrar algo nuevo, — sugirió. — Una casa nueva, algo propio, algo diferente.
Anton negó con la cabeza.
— No se trata de una casa nueva, Nastja. Se trata de cómo tomaste todas las decisiones. No hablaste conmigo. Lo decidiste todo por tu cuenta.
— Y no es la primera vez.
Esas palabras la golpearon como un mazazo. Ahora comprendía que el conflicto no se trataba solo de la casa.
Había comenzado mucho antes: ella solía tomar decisiones sin consultarlo, creyendo que sabía lo que era mejor para ambos.
Pero Anton ya no sentía que se le escuchara, que su opinión importara en la relación.
— Nunca confías en mí, — susurró él. — Y eso destruye todo lo que teníamos.
Nastja quiso decir algo, pero las palabras no salieron. Se dio cuenta de que, con el tiempo, se había vuelto demasiado independiente, sin notar cómo había dejado de percibir a Anton como su compañero.
Y ahora, tal vez, ya era demasiado tarde para cambiar las cosas.
Al día siguiente, Nastja decidió que debía hablar en serio con Anton. No podía permitir que su matrimonio se viniera abajo por un conflicto como este.
— Anton, — dijo, entrando en la habitación donde él leía un libro. — Necesitamos hablar. Sé que cometí errores, y quiero cambiarlos.
Anton dejó el libro sobre la mesa, y la miró con una expresión cansada.
— ¿Qué quieres decir?
— Quiero recuperar tu confianza, — dijo Nastja con firmeza.
— Te prometo que nunca más tomaré decisiones sin consultarte primero. Quiero que construyamos todo juntos. Nuestro hogar, nuestro futuro.
Anton permaneció en silencio, reflexionando. Sabía que Nastja había necesitado tiempo para darse cuenta de sus errores, pero su ira aún no se había disipado por completo.
— No lo sé, Nastja, — dijo finalmente. — Necesito tiempo para procesarlo.
Nastja asintió en silencio. Sabía que su matrimonio estaba al borde del abismo, y que solo el tiempo diría si podrían salvarlo.
— No lo entendiste, — dijo Anton, su voz quebrándose en una risa amarga.
— ¡Eso era todo lo que quedaba de mis padres, Nastja! ¡Esa casa era parte de mi vida! ¿Lo entiendes? ¿O simplemente no te importa?