Me llamo María, tengo 53 años y llevo 32 años casada.

ENTRETENIMIENTO

Me llamo María, tengo 53 años y llevo casada 32 años. Mis hijas ya son adultas, con vidas propias, mientras que yo he atravesado décadas marcadas por giros inesperados y heridas profundas que nunca imaginé enfrentar.

Los primeros 15 años de mi matrimonio parecían sacados de un cuento de hadas. Aunque hubo altibajos, nuestra unión se sentía fuerte, cimentada en el amor. Pero en 1995, todo cambió drásticamente:

perdimos nuestra casa por un préstamo bancario que no pudimos sostener.Con dos niñas pequeñas y pocas opciones, regresé a casa de mis padres. Fue un golpe a mi orgullo y a mis sueños,

pero mi prioridad era proteger a mis hijas de la realidad que nos tocaba vivir. Tres años después, mi esposo decidió irse a Francia en busca de un futuro mejor. Yo, aferrada a la esperanza de reconstruir nuestra vida,

lo seguí, dejando a las niñas al cuidado de mis padres, convencida de que pronto estaríamos juntos de nuevo como familia.En Francia, trabajamos duro y logramos comprar una casa, un símbolo de la estabilidad que tanto anhelábamos.

Pero la felicidad fue efímera. La distancia de mi familia y el peso de nuestras luchas empezaron a erosionar nuestro vínculo. Y entonces, el abismo entre nosotros se hizo insalvable.

Él comenzó a construir una vida aparte en Francia, mientras yo me quedaba en Rumanía cuidando de las niñas. Las llamadas se hicieron cada vez más cortas, las visitas cada vez más espaciadas.

Y, de repente, supe de la existencia de otra mujer. La persona con la que había compartido mis sueños se transformó en un extraño, y ella ocupó el lugar que alguna vez fue nuestro.

Su comportamiento cambió radicalmente. Hablaba mal de nuestras hijas, como si fueran un peso en lugar de su familia. Se distanció de nosotras como si quisiéramos invadir un mundo donde ya no éramos bienvenidas.

Para mí, pero especialmente para mi hija menor, que idolatraba a su padre, fue devastador. Sentí cómo el suelo bajo mis pies desaparecía, llevándose consigo todo lo que había construido.

Con el tiempo, aunque el dolor permanecía, empecé a levantarme. Encontré trabajo y un atisbo de la mujer que alguna vez fui. Pero justo cuando creí que avanzaba, él regresó. Había perdido su empleo y estaba sin recursos, y vino a pedirme ayuda.

En un acto de compasión –o quizás de ceguera emocional– lo acepté de nuevo en mi vida. Pensé, o mejor dicho, quise creer, que había cambiado. Pero no fue así. Sus mentiras continuaron, y con cada nueva traición, sentía que una parte de mí moría un poco más.

Vive atrapado en un laberinto de engaños. Aunque conozco la verdad, él insiste en negarla, como si pudiera borrar los hechos con palabras vacías. Hace poco supe que, en un viaje a África, conoció a una mujer de 24 años, más joven que nuestras hijas.

El dolor fue como una estocada en el alma.¿Cómo es posible que alguien a quien le entregaste todo sea capaz de traicionarte de esa forma? ¿Cómo puede seguir fingiendo que todo está bien mientras me hunde en un mar de mentiras?

Hoy vive en Francia y regresa una vez al mes, pretendiendo que somos una familia. Pero lo que más me hiere no es su infidelidad, sino su descarada negación, incluso cuando la verdad está frente a nosotros.

Su nueva pareja, casi dos décadas más joven, se ha convertido en el secreto peor guardado. Él actúa como si su doble vida no fuera evidente, como si pudiera engañarme eternamente. Y aquí estoy yo, atrapada entre la ira, la tristeza y la confusión.

Me pregunto cada día: ¿tiene sentido seguir luchando por un matrimonio que se desmoronó hace tiempo? ¿O ha llegado el momento de liberarme de estas cadenas y redescubrir a la María que he perdido en el camino?

¿Qué camino debería tomar?

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