La Sra. arruinó un vuelo de 8 horas para otros pasajeros; después del viaje, el capitán decidió ponerla en su lugar.

ENTRETENIMIENTO

James acababa de terminar una agotadora competencia de natación en Londres y lo único que deseaba era un vuelo largo y tranquilo de regreso a Nueva York. Estaba exhausto, completamente drenado después de horas de esfuerzo físico, y lo único que quería era dormir profundamente durante las ocho horas de vuelo que le esperaban.

Preparado para esa escapada al mundo de los sueños, se había equipado con tapones para los oídos, pastillas para dormir y algunos bocadillos para sobrellevar el viaje. Pero el destino, siempre dispuesto a jugar malas pasadas, tenía otros planes para él.

Desde el momento en que se acomodó en su asiento del medio, James sintió la incomodidad. Con su altura de 1,88 metros, estaba apretujado entre los dos pasajeros a su lado. La mujer junto a la ventana parecía tan cansada como él, y ambos intercambiaron una sonrisa de resignación, un pacto silencioso para atravesar el vuelo sin problemas.

Pero no sería ella quien convertiría el viaje en una pesadilla. No, la verdadera fuente de su tormento estaba sentada a su derecha, en el asiento del pasillo: una mujer que llamaremos Karen.

Desde el momento en que Karen tomó asiento, James supo que no estaba en buenas manos. Ella suspiraba de forma exagerada, se movía sin parar, como si la aerolínea la hubiera acomodado en la bodega de carga y no en la clase económica. Incluso antes de que el avión despegara, Karen ya estaba apretando el botón para llamar a las azafatas.

—¿En qué puedo ayudarla, señora? —preguntó una de las azafatas con una sonrisa forzada, después de que el avión alcanzó su altitud de crucero.

Karen no perdió ni un segundo: —¡Este asiento es inaceptable! ¡Mire a estas personas! ¡Me están aplastando! —se quejó, señalando a James y a la mujer junto a la ventana con evidente desdén.

James, acostumbrado a las miradas por su altura imponente, decidió guardar silencio, intentando ignorar la situación. Pero Karen no se detuvo ahí. Exigió un nuevo asiento, preferiblemente en clase ejecutiva. Cuando la azafata le explicó que el avión estaba completamente lleno, Karen se volvió aún más irracional.

—¡Ellos tienen que moverse! —ordenó, apuntando a James y a la mujer al lado de él. —¡No puedo ni abrir mi bocadillo sin golpear a este tipo! —añadió, dándole un codazo intencionado a James para enfatizar su queja. Él se sobresaltó, pero trató de mantener la calma, esperando que el incidente terminara pronto.

Sin embargo, las horas pasaron, y Karen continuó con su interminable arenga. No dejaba de llamar a las azafatas, se retorcía en su asiento, pateaba las piernas de James y lo golpeaba con el codo cada vez que tenía la oportunidad.

Con el paso del tiempo, James sentía cómo su paciencia se desmoronaba. Después de cuatro horas de sufrimiento, estaba al borde del colapso. —Mire, todos estamos tratando de sobrevivir a este vuelo. ¿Por qué no ve una película? —sugirió con una voz tensa.

Pero Karen no quería oír razones. —¿Por qué no te pones a dieta? —escupió, mirando a la mujer junto a la ventana. —Y tú, ¿por qué no compras un asiento extra para tus piernas de gigante? —añadió, lanzando una mirada furiosa a James.

Las azafatas, que habían estado observando la escena durante un buen rato, ya no podían soportar más a Karen. Una de ellas se acercó y le pidió firmemente que dejara de usar el botón de llamada sin razón.

Karen, sin embargo, siguió quejándose, afirmando que se estaban violando sus «derechos humanos».

Cuando el avión comenzó su descenso hacia Nueva York, Karen rompió la regla más importante: se desabrochó el cinturón de seguridad y corrió por el pasillo antes de que se apagara la señal. Ignorando las advertencias de la tripulación, se plantó delante de la cortina que separaba la clase ejecutiva, como si mereciera estar ahí.

Y entonces, en un giro casi teatral, la voz del capitán resonó en los altavoces: —Señoras y señores, hoy tenemos a bordo a un invitado muy especial.

Todo el avión contuvo la respiración. Cansados, los pasajeros solo querían salir del avión cuanto antes. Karen, sin embargo, parecía convencida de que la mención era para ella. Enderezó la espalda, con una sonrisa engreída en el rostro, esperando el reconocimiento que pensaba que se merecía.

Pero el capitán salió de la cabina, caminó directamente hacia Karen y, con una sonrisa educada, le dijo: —Perdóneme, señora, necesito pasar para saludar a nuestro invitado especial. La confusión se dibujó en el rostro de Karen mientras él la conducía de nuevo a su asiento.

Luego, volviéndose hacia los pasajeros, el capitán anunció: —¡Démosle un fuerte aplauso a nuestro invitado de honor en el asiento 42C!

Hubo un breve momento de silencio en la cabina, pero pronto comenzaron los aplausos, seguidos de carcajadas. Karen se puso roja como un tomate, comprendiendo que acababa de ser públicamente humillada. Se desplomó en su asiento, abrumada por la vergüenza, mientras todo el avión disfrutaba del momento de justicia.

Cuando James recogió sus cosas para salir del avión, no pudo evitar sonreír. —Eso —dijo en voz baja a la mujer junto a la ventana— valió la pena las ocho horas de tortura.

La mujer le devolvió la sonrisa, aliviada de que el calvario hubiera terminado. —Esperemos no volver a verla nunca más —respondió entre risas.

Y así, James bajó del avión, sintiéndose más ligero que nunca, finalmente liberado de esa surrealista prueba.

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